La excitante Nueva York que (no) queremos vivir


POR MIGUEL JIMÉNEZ ÁLVAREZ

1.

Deben ser como las 2 de la tarde. Sólo sé que estamos en Manhattan y que, de pronto, mis ojos se instalan en un zoom de monumentales imágenes. Todas las escenas de películas, los taxis amarillos, el mundo de personas y los rascacielos alrededor, se me plantan con imponencia. Y no lo creo. ¡No puedo estar en Nueva York y ver todo como en televisión! Pero no hay subtítulos, tampoco le puedo poner Mute para detener las voces en inglés y otros idiomas indescifrables, menos parar el ruido del tráfico.

Como espectador, salgo de la escena y con mi hermano, entramos al Shake Shack para comer algo. Es como un McDonald’s, pero con escenografía de restaurante orgánico. Y con deliciosas hamburguesas. Lo compruebo por la que pidió mi hermano. Era como una Big Mac, pero con una carne irresistible. Me lamenté un poco de sólo pedir una malteada helada de vainilla. Pero me decía “¡Succióname y no pienses en nada más!”. Y le hice caso.



Ahora deben ser las 10 de la noche. Estamos en Times Square. O las pantallas que absorben tu mente y tu cuerpo. Entras como a otra dimensión, junto a norteamericanos, asiáticos, hindúes, europeos y latinos. Apenas y puedes moverte por cada centímetro de la banqueta. Cerca de tu oído, escuchas cientos de voces. Todos hablan, pero no importa lo que digan. Déjate llevar por las luces de las tiendas. O detente y compra un kebab en papel aluminio, como hizo mi hermano. Esta gigante tortilla de harina, que sostiene un pollo horneado, se nos aparecerá los próximos días. Está buenísima, pero además las calles se inundan de carritos callejeros con árabes que los venden. 

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OJOS PARA HABLAR

Visité Nueva York con mi hermano durante cinco días. No sé por qué no quería ir, como después tampoco me quería ir de ahí. Y entendí que era una ilusión. Me gusta más la de Gay Talese, una ciudad de cosas inadvertidas, como que los neoyorquinos “parpadean veintiocho veces por minuto, cuarenta si están tensos”. No tanto la de Elvira Lindo, donde debes “desconectar la alarma antiincendios para freír un huevo”. No sé quién no ame Nueva York, o aspire a no conocerla. A no interpretarla, a no escribir de ella. No podía faltar alguien más como yo que quisiera hacerlo. Como inocente turista que subía a un avión por primera vez.

Cuando despegó, me sentí en un juego de feria que se dispara de pronto, como si le inyectaran el turbo de un videojuego de carreras. Donde saldría GAME OVER. O sea, moriríamos. Pero llegamos bien, sin susto. Entonces bajamos del avión y empezó la película en inglés sin subtítulos. La veía pero no la entendía, por mi vergonzoso inglés. A un lado iba mi hermano veinteañero, por fortuna. Mi casi 1.65 y su casi 1.80, volteaba hacia su ser para preguntar. Escena obligada para quien no entiende el idioma y sólo pronuncia “¿Qué dice?”.  

Maldito Dr. Pimsleur, me lamentaba. Me traicionaron sus sesiones de audiolibros para aprender inglés, que escuchaba por las noches semanas antes. De hecho, sosteníamos conversaciones. Él preguntaba cosas como How are you?, y yo le respondía I´m fine, thank you. Creo que sólo aprendí eso. No sé qué habría sido de no tener al hermano bondadoso-obsesivo. En pagar el viaje, la fast-food, traducirme y planear minuciosamente lo que haríamos. Y de paso, en ayudarme comprender el mundo emocionante y silencioso que viví en cinco días.  

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¿Y QUÉ HICISTE AL LLEGAR A NIU YORC?

Al aire libre, retumban los trenes del Metro de Nueva York. Las calles vibran cada que pasa uno. Creía que en cualquier momento se descarrilarían. Parecía que estaban ahí desde el siglo XIX, o antes. Pero nos dejó en la estación West Farm, y cruzamos una avenida hacia el hotel Howard Johnson, en el Bronx. 

Las mujeres que atendían el hotel eran dominicanas y a veces hablaban español. El cuarto del hotel tenía una cama king size con muchas almohadas. Me encantan estas camas, donde lo importante es nutrirse de almohadas. Y cuando despiertas, es como si salieras con el confort de un comercial de colchones. Desde ahí, accionaba Dish con el control remoto. Quería comprobar la diferencia con el Dish de México. Obvio los cientos de canales estaban en inglés (yo ahí esperaba mi Univisión). Entonces la pantalla iba de Comedy Central a HBO, a veces TRU TV o VH1 Classic. Duraban pocos segundos, siempre terminaba en BEIN SPORTS. Los partidos de fútbol no te piden que entiendas inglés. 

El hotel sólo da servicio de desayuno y durante dos días, rondaremos por el comedor con tres mesas. “Afuera sólo será la comida”, dijo mi hermano. Entonces tomábamos jugo de manzana y naranja, un vaso de leche con bagel de queso filadelfia, pan de caja con mermelada o mantequilla, un plato de lo que parecían ser Zucaritas, y una manzana. Tras dos días de viajeros principiantes, entendimos que no era necesario. Llenan el estómago las pizzas, kebabs, hamburguesas y falafeles. Así que dejamos de acabarnos la comida del servicio. Aunque las dominicanas entraban cada 15 minutos para llevar más comida. 

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NO SALDRÍA DE AQUÍ

Manhattan tiene la librería más grande a la que he entrado, Strand Bookstore. Con su enorme extensión, cuenta con tres pisos, sótano y mesas de rebajas en la calle. (perdón, Sótano de Miguel Ángel de Quevedo). En la Strand, compré un número de Granta, a la módica cantidad de 5 dólares (En ese momento, 75 pesos mexicanos). Y, oh, se alimenta de libros usados para completar los más de 2 millones que presumen tener.



Pronto, prefería estar en librerías y tiendas de cómics. Sin privilegiar un Barnes and Noble, Forbidden Planet, a tiendas independientes. Ridículo al tener tantas cosas para explorar y sólo quedarse en mundos ficticios. Salir de estas burbujas, era sentir la dificultad por respirar. Sus 10 metros sobre el nivel del mar, junto al viento y humedad de la ciudad, complicaban todo. 

También prefería las librerías por encima de los museos. Aunque me gustó el MOMA, con una exposición de Bjork, y el Museo Metropolitano de Arte (sólo en la sección de animales disecados, he de aclarar). Y es que con tan sólo ver libros de escritores que conocía, me emocionaba (Inundaban anaqueles los postmodernistas irreverentes de Donald Barthelme, Tom Robbins, George Saunders y Stanley Elkin,). Quedaba embobado, con esto que sólo pueden parecer nombres soltados al aire. El lenguaje era mío pese a no hablar su idioma. Las librerías me entendían y me acogieron, no importaba si sólo conocía las historias desde el español. A mi hermano, aunque quisiera seguir su plan diseñado de visitar museos y lugares obligados, también le gustaba estar ahí. Entonces, varios días íbamos y regresábamos a estas tiendas. Eso sí, la Bibilioteca Pública me pareció tan inmensa como aburrida. Nunca cambies, Bibilioteca Vasconcelos.



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LOS COMPADRES

“¡Sí, guey!”, decían. “No mames, pendejo”. ¡Cayeron del cielo palabras en español! Con acento mexicano, pero también argentino, chileno, colombiano. Sólo volteaba con el mexicano. Llevaba tono norteño, y se acompañaba desde “carnal” a “puto”. Más que insultarme, creo que a veces me dan risa las groserías. Según quién las use, supongo. Aún así, una  sonrisa se marcaba en mi cara. Veía a los compatriotas. Y ahí va el cliché, pero eso veía. A hombres de piel morena con bigote, o una barba de chivo. Viajan en metro, pero también trabajan en cafeterías o restaurantes. Y desde la cocina, se comunican en español. Qué chido, pensaba. Pero qué triste que no sepa hablar inglés. 

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LO OBLIGADO

De su extensión alimentada de árboles, áreas verdes y caminos de concreto, tierra y  piedras, por Central Park uno se puede perder. En uno de sus lagos, un puente ofrece un panorama de Manhattan con rascacielos. Es claro que sería el resultado de mezclar un Lago de Chapultepec, junto a una Alameda Central de 3.41 kilómetros de longitud, con una Avenida Juárez multiplicada.



La estampa de Nueva York es desde los 266 metros del Rockefeller Center. La ciudad rodeada de edificios, áreas verdes y calles inquietantes. Desde aquí, es como si tuviera el visor del arma de fuego Leon, el killer de El perfecto asesino. Como un Jean Reno que, desde un edificio, observa y le enseña a la pequeña Natalie Portman el objetivo a matar. También como si fuera espectador de las fotografías de Mar Shirasuna, y su inquietante belleza de que modelos posen en las esquinas de los edificios.  Cuando estuve en la Estación Grand Central, me parecía que la había visto en Mi pobre angelito. Después vi un poco de Gossip Girl y dije Oh, estuve ahí, igual que Clair. Y hasta las famosísimas Joe's Pizza.

Vía Mar Shirasuna


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LA REALIDAD

Gay Talese, el cronista que reveló a Frank Sinatra, ha descubierto La Gran Manzana como pocos. Nadie mejor que él para leerla. Según él, hay menos suicidios en Nueva York cuando llueve, “pero cuando el sol brilla y los neoyorquinos parecen felices, el deprimido se hunde más en su depresión y el hospital Bellevue recibe más casos de intentos de suicidio”.



Elvira Lindo, la escritora que vivió 11 años ahí, habla para los latinos que damos abrazos. Si vivirás en Nueva York, dice que no deberás pensar que estás solo casi todo el día, también tendrás que evitar el contacto visual y “no mirar a los locos, arreglárselas para no ver al mendigo que entra y está meando a tu lado; familiarizarse con la idea de que la persona que también come sola a tu lado quiera charlar contigo; ignorar a los que dicen que te envidian por vivir aquí (sobre todo en invierno); perder la vergüenza a llevarte algo que te guste de la basura o de la calle, lo hace todo el mundo”.

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¿ESTO ES EL DÍA A DÍA?

Incontables veces en un día, las sirenas de los bomberos resuenan por las calles; el Metro indica en sus pantallas los minutos en que pasará el próximo tren; artistas callejeros cantan con una voz que sorprende; los empleados de las tiendas sonríen y preguntan de dónde vienes. A veces hablan en español; la mayoría de las personas usa tenis New Balance; en la Apple Store hay WiFi público pero sólo se oyen voces incesantes; por las noches, hombres que parecen “normales” gritan por las calles, como si desearan romper los cristales de los edificios; cientos de personas hacen fila en el Radio City, para ser público en un show de la NBC; en Times Square, negros de 2 metros te pueden “regalar” un disco suyo, quieren que les dinero; los italianos; sí, todos los apartamentos de Manhattan tienen escaleras de incendios, como se ven en la tele;  y en Brooklyn, las escaleras que llevan a la puerta de las casas.



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¿QUÉ OLVIDAS DE NUEVA YORK?

Pasamos por el restaurante del soup man de Seinfeld, pero no por la fachada de Tom’s Restaurant. Ignoré que ahí estaba el New York Times, The New Yorker, y más medios nomas para impresionarme por sus oficinas. Tampoco llegamos al puente de Brooklyn, a la Manhattan de Woody Allen. Y muchas otras cosas más, que mi ignorancia aún no descubría. Pero no lo haría a lo Elvira Lindo, quien sintiéndose un poco neoyorkina, sólo volvería a pasear como una turista, “puede que disfrutando únicamente de su imponente belleza, repita lo mismo que tantas veces escuché algo irritada: “Yo podría vivir en esta ciudad”.

Con luces y zumbidos, pero también en silencio, habla Nueva York. En el avión de vuelta yo quería regresar a su vida. A esa de luces y zumbidos, también de silencios, pero ya sin necesidad de subtítulos. No como absurdo protagonista dentro de los millones que hay ahí, sólo como un personaje más. Sólo espero que en el viaje de ida, el avión no se dispare de pronto. Y mejor vuele mi mente desde los rascacielos, o la Nueva York que no queremos vivir. 

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